LA PRENSA. Recuerdo hace cinco años cuando recibí la noticia que el estadio nuevo, que se construía tras la donación de Taiwán, llevaría mi nombre: Dennis Martínez. Fue una sensación única, un enorme reconocimiento a que la «joya de la corona» de las nuevas construcciones para los Juegos Centroamericanos llevara el nombre de un joven salido de Granada. Dije: «¡Gracias Dios!». Días previos a la inauguración me temblaban las piernas por el gran significado, pero lo que ocurriría en la segunda inauguración, la cual fue más genuina porque no fue partidaria, sino con la gente que le gusta el deporte, me sobrepasó. En su momento declaré que la emoción era superior al Juego Perfecto, porque esa euforia, esos aplausos y ver a la gente en pie en mi país no tenía comparación. Lo mejor había sido la reacción de los nicaragüenses, había unanimidad entre todos a pesar de las diferentes ideologías políticas, el deporte conseguía unir a una sociedad que se estaba fragmentando por malos manejos en los círculos de poder.

En aquel 2017 hasta le escribí una carta a Daniel Ortega agradeciendo la decisión. Mi objetivo era comprometerme a aportar desde el vinculo deportivo, siendo el siguiente paso llevar un partido entre dos equipos de Grandes Ligas a Nicaragua. Las conversaciones estaban adelantadas con MLB hasta que el país erupcionó, cansado por tantos abusos. Los ciudadanos pedían a gritos un nuevo camino debido a que ese destino en el cual estaban no tenía otra salida que el retroceso. En 2018 entendí que el deporte había quedado en un segundo plano. Nunca me importaron las consecuencias sobre mi postura a favor del pueblo nicaragüense, porque mi manera de pensar, mis valores y dignidad nunca han estado a la venta.

Cuando empezaron a circular las duras noticias e investigaciones periodísticas que el Estadio Nacional se había convertido en un cuartel de donde salían los matones del pueblo, me golpeó y, luego tras las investigaciones de la CIDH donde confirmaron el uso de francotiradores ubicados en el coloso, me hundió aun más. Esa estructura representaba la unidad, la diversión, el olvido de nuestras desgracias porque somos un país beisbolero que en medio de momentos dificiles la pelota nos reencontraba, sin embargo, ahora desde ahí habían salidos las balas de la muerte. Las madres de los fallecidos miraban el estadio con repudio y se convirtió en sinónimo de división: unos llamándome «vendepatria» y otros defendiéndome y que debían quitarle mi nombre para no seguirlo ensuciando.

Los gobernantes pueden quitar y poner nombres a su antojo, pero lo que más me ha importado es qué ejemplo dejo en esta vida. Soy una persona de 68 años que supo enderezar su vida cuando el alcohol quiso hundirla, pero Dios, la Virgen y mi esposa me rescataron. Soy un padre de familia con muchos errores y aciertos, también fui el hijo que le dio muchos dolores de cabeza y alegría a Edmundo y Emilia y, soy un esposo que disfruta el viaje con Luz Marina. Ya sé lo que fui y entiendo lo que soy, pero no sé qué más seré en el futuro, lo que tengo claro es lo que no quiero ser y es una persona que le dio la espalda a sus compatriotas cuando más lo necesitaban.

En la Santa Misa del Papa en Bahréin habló sobre amar sin venganza ni violencia, desmilitarizando el corazón, además agregó que: «Reaccionar de una forma simplemente humana nos encadena al ojo por ojo, diente por diente». Yo simplemente agradezco a Dios por todas sus bondades en mi vida y así como le di las «Gracias a Dios» cuando ese hermoso estadio llevaba mi nombre, le digo «Gracias a Dios» otra vez por haberlo removido.

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